En Singapur, uno de los países más prósperos de Asia, se está llevando a cabo una práctica medieval que ha desatado la indignación internacional: la ejecución de personas condenadas por delitos de tráfico de drogas, incluso por cantidades relativamente pequeñas. Aunque la ciudad-estado había suspendido temporalmente las ejecuciones durante la pandemia, retomó su aplicación con fuerza total el año pasado. Según fuentes, ya se han llevado a cabo 16 ejecuciones desde marzo pasado y se teme que el gobierno esté trabajando arduamente para “despejar” el número de personas condenadas a muerte.
En Singapur, la pena de muerte se aplica a aquellos que son declarados culpables de traficar al menos 15 gramos de heroína, 30 gramos de cocaína, 250 gramos de metanfetaminas o 500 gramos de marihuana. Sin embargo, es preocupante descubrir que la mayoría de las personas condenadas a muerte no son los grandes traficantes, sino individuos atrapados con cantidades relativamente pequeñas de drogas. Esta desproporción es sorprendente, como señala Kirsten Han, periodista y miembro del Transformative Justice Collective, un grupo de reforma de la justicia penal.
Además, se ha planteado la preocupación de que algunas personas ejecutadas recientemente podrían no ser culpables. La falta de un juicio justo y la evidencia basada en rumores y declaraciones obtenidas sin la presencia de un abogado o un intérprete han despertado críticas por parte de grupos defensores de los derechos humanos, como Amnistía Internacional y el empresario Richard Branson. A pesar de la presión internacional para revisar estas leyes brutales, Singapur ha ignorado todas las peticiones y continúa aplicando la pena de muerte.
A pesar de que países vecinos, como Malasia y Tailandia, han adoptado políticas más progresistas hacia las drogas, legalizando la marihuana medicinal y abolir la pena de muerte obligatoria respectivamente, Singapur sigue defendiendo sus leyes draconianas como una medida efectiva para combatir el tráfico de drogas. Sin embargo, los defensores de los derechos humanos argumentan que estas políticas no han demostrado su eficacia y siguen atrapando a traficantes de drogas mientras el debate sobre la pena de muerte continúa.