Nota: Esto no es una guía de cómo conseguir marihuana en San Francisco, sin embargo, si sabes hilar algunas ideas y leer entre las líneas sabrás cómo hacerlo.
San Francisco, California (2015).
Por las capitales marihuaneras corre el rumor que por estas hermosas tierras californianas, de hermoso clima mediterráneo y frondosa flora, crece la mejor cannabis del mundo. Por su geolocalización o por su progresiva legislación frente a la planta o por lo que sea, aquí estoy, totalmente inmovilizado tras un golpe mental de cera. Una especie de concentrado de THC, que en 2015 se estaba poniendo de moda.
Esta es la búsqueda del 30% de THC.
El viaje fue largo. No importa de donde vengas, nunca eres recibido de buena manera en Estados Unidos. La policía de inmigración te da color por todo. Pero una vez que pasas esa barrera de monigotes, esta ciudad es todo un lujo. Y no sólo por la conexión pública que existe (en el aeropuerto te subes al AirTrain que te conecta con el Bart, Metro de San Francisco). Recién me había bajado en el centro de la ciudad, en Civic Center, cuando sentí ese hermoso y dulce buqué.
¿El paraíso era real? ¿Es esta la cuna marihuanera? Sólo tres horas habían pasado y aquí estoy viendo como un men de unos 30 años se pegaba un hit en su vaporizador. Y es que la gente vaporiza, inhala, come y, obviamente, fuma la marihuana.
A un lado, un dispensario de marihuana. Intento entrar al lugar, pero me dicen que vuelva después de dejar la maleta. Y sí, cómo tan angurri. Aprovecho de preguntar qué necesito para poder comprar:
“Tener alguna ID o cuenta básica de la ciudad, para demostrar residencia”, me responde un fornido afroamericano. Creo que mi cara de decepción fue clara, porque el tipo que se estaba cocinando con su vaporizador me ofrece un hit.
No era lo que buscaba. Me dice que es índica y muy suave, para poder seguir trabajando. Lejano del entumecimiento mental que ando buscando.
“Thank you, bro. You save me”. Y me voy volaito al Airbnb. Pensando en qué chucha voy hacer si no puedo comprar la bless (bendecida) legalmente. Mi plan se desmorona como jugada de un perro en Jenga. Aunque el tiempo dirá lo contrario; como este cachorro del gif, que desafío a la vida misma.
No debería ser difícil, pensé. Si en unas horas en la ciudad ya vi a un par de personas fumando muy alumbrados. Seguro saco algo. Al final de cuentas, esto es California.
No fue fácil tener el nombre de “la cuna” de la regulación de la marihuana a nivel mundial. Muchos tienen las condiciones para ello. Pero aquí llevan la delantera. Desde 1996 se puede comprar y consumir con fines medicinales. Recién desde 2016 se incluyó el término recreacional en el consumo. A nivel estatal, las personas pueden cultivar, usar y transportar ‘marijuana’, aunque a nivel federal sigue siendo ilegal.
En California la legalización de la marihuana vino con excelentes cifras: el consumo en menores disminuyó, el crimen (relacionado a drogas) bajó en 15% y los usuarios pueden acudir a un mercado establecido que genera millones a las arcas fiscales. Aunque aún es complejo poder monetizarlo de manera normal. Los bancos aún no aprueban el comercio de la marihuana como algo legal y estas tiendas tienen que manejarse sólo con efectivo.
Es un terreno complicado. Debido, principalmente, a que aún existen organismos que siguen cumpliendo con su orgánica federal: buscar drogas clasificadas en las lista 1. La agencia más reconocida es la DEA, la Administración para el Control de Drogas. Y estas redadas afectan tanto al mercado legal como ilegal de California.
En Chile la marihuana dejó la lista 1 en el año 2015. Esto permitió el uso para la elaboración de productos farmacéuticos de uso humano y que está siendo regulado por el Instituto de Salud Pública (ISP). Una recomendación que la Organización Mundial de Salud viene haciendo hace años.
Salvado por Banksy
Horas más tarde, mientras cocinábamos tequeñitos con el anfritrión de donde me quedé, empecé a buscar manos. Francisco, me aconsejó Craiglist. Me dio miedito. Aquí los undercover cops son una cosa real. Preferí aplicar una estrategia más millenial y menos pederastra: Tinder.
“Busco amor…y con eso me refiero a marihuana“, decía mi perfil. Los likes llegaron por montones. Me gustaría decir que eran por mis fotos lindas, pero la verdad era otra. Así conocí a Katherine. Una blonda, ojos claros y bien hipster. “Voy a comprar hoy después de la pega. Me puedes acompañar y aprovechas. Así también nos conocemos“. La promesa eran unos cogollos para derretirse. Así partí a ‘El Embarcadero’, al final del sector comercial de San Francisco.
El mapa me decía que era mucho para hacerla caminando. Estaba en japantown, así que mejor tomé un bus. Quizás la ansiedad me hizo llegar antes, pero tuve que esperar unos 30 minutos.
– “voy llegando”, me dice por Instagram, por donde habíamos estado hablando después hacer match.
La veo desde lejos y ella sonríe mientras se sacaba parte de chasquilla que le tapaba la cara. Por general, cuando uno le dice a los gringos ‘soy de latinoamérica’ se imaginan otra cosa. Quizás por eso la primera interacción fue peculiar.
– “Eres alto. Pensaba que todos eran bajos”, refiriéndose al latinoamericano o, como después descifré, al mexicano.
Conversamos un rato. Era nueva en San Francisco y recién estaba descubriendo esto de vivir en un Estado más progresista: “Lo primero que hice cuando llegué fue sacar una licencia, pero después los locales me dijeron que era mejor acudir al mercado negro“.
Ya habían pasado 10 horas desde que toqué suelo gringo y con ella llevaba dos horas, y había más que buena onda. Me dijo “ya debe haber llegado“. Se refería al dealer. Caminamos unas 10 cuadras y llegamos a la intersección de Columbus Ave con Broadway, lugar donde los inmigrantes italianos instalaron sus locales de comida y que hoy conviven junto a strip clubs.
Entre las luces y chicas acompañadas de guardaespaldas de 2 metros y medio, nos metemos a una calle sin salida. Un edificio que hace tiempo no cononcía de limpieza. Paredes y pisos manchados con algo que parecía sangre y un hedor de humedad. Subimos al tercer piso y tocamos la puerta. Pasan varios segundos y se escucha un golpe en el otro lado de la mesa.
– “Soy Kath”, le dice como para avisarle. Aunque no era nada que él ya no supiera. En la esquina de la puerta había una cámara.
Se escucharon 5 cerraduras y cadenas antes que la puerta se abriera. No era tan bueno venir, pensé.
Al otro lado había un tipo blanco, vestido con una polera de Pixies rota, pantalones de camuflaje militar con cadenas a la rodilla y unos extensos dreadlocks. La pieza no era mejor que el pasillo. Un espacio que sólo servía para dormir. A un lado habían sillas y al otro una cama de una plaza. Sin baño y cocina. En el extremo opuesto a la puerta una gran ventana que mira hacia broadway, donde estaban los clubes.
En tres pasos llego a la ventana y le pregunto si los strip clubs molestan mucho en la noche. “Normalmente estoy con ellos abajo. Duermo en el día”.
Silencio incómodo.
Me siento junto a Katherine al lado de la cama. Ella se apega a mi. Nos pregunta si andamos con tiempo para fumar algo o apurados. Yo le iba a decir que tenía un funeral en 15 minutos y que tenía que moverme rápido. Katherine fue más rápida y le dijo que podíamos quedarnos.
“Great. Because i just recieve this amazing thing but i couldn’t prove it, because they say you can faint when you do”, dijo el dealer mientras se reía. Saca un pote de mayonesa. Lo abre con dificultad. Estaba pegajosa la tapa.
Me pregunta si soy consumidor habitual, le digo que sí. Entonces saca un soplete. “Wow. What are you going to do, Miles”, dice Kath quien le dio más miedo. “We are going to burn”, respondió.
Al otro lado toma un bong gigante, de esos con mil vueltas y recovecos, y con una pinza saca un pedazo de cera del frasco. Lo unta en un receptor metálico y lo adhiere al bong.
“Okay, here’s the thing. I’m going to light this thing until it’s red. Then you take a hit while i put this thing in (las pinzas). By any chance, don’t hold the smoke“.
No sé si por nervioso o por mi inglés más básico, entendí muy poco. Pero le puse bueno igual. Me costó fumar al principio. Estaba duro el bong. Menos mal, porque ahí me dijo que tenía que botarlo al tiro y yo ya estaba aguantando el humo. Lo repetí, y puf. De un golpe llegué a tope. Sin escalas podía sentir cómo mi cerebro se entumecía. Luego le tocó a mi compañera, que no volvió a hablar hasta que salimos de ese lugar.
Este concentrado se estaba poniendo de moda en 2015. Era el nuevo gran producto de la industria marihuanera que llegaba a competir contra dulces y comidas por su gran potencia. En sí se trata de un concentrado de THC que se consigue con calor y presión (prensando) al cogollo mismo, extrayendo la esencia (un jugo espeso que se solidifica al enfriarse) y así convertirla en un producto más fácil de transportar y con hasta 5 veces más potencia que la planta extraída (por gramo).
“¿Quieres otro hit?”, me preguntó el dealer mientras prendía el soplete.
“¿Por qué no?”, respondí. Pero adentro mío sabía porque no.
En ese momento, entre preocupado por Kathy y la euforia que sentía por todo lo que me rodeaba en este pequeño departamento, miro a la ventana y quedo en shock.
“¿Es ese un Banksy?”, le pregunto.
“¿Conoces a Banksy? pensaba que eras de México o algo así”, me responde el dealer mientras me pasa el bong listo para fumar.
“Chileno, sí. Y quién no conoce a Banksy”, le replico mientras tomaba el último sorbo de agua de mi botella.
Estuve sentado 30 minutos, 20 de ellos volado, y no me di cuenta que al frente mío estaba una de las obras más icónicas de Banksy. Ahí empezamos a hablar de él y de sus obras. Menos mal. Banksy salvó mi vida esa noche, porque no volvimos a quemar. Si lo hacía, no hubiese seguido consciente.
¿Legal? Pero si la ilegal es mejor
Al rato, conversando de las gracias de la marihuana y el amor por ella aquí en San Francisco, me dice “bueno, aquí tengo 0,3 oz para ti, son 80 dólares”, mientras me mostraba la pesa.
Qué son onzas. Estos gringos y sus escala de medidas. Todos en esa casa y las matemáticas. Yo y mi voladera. Saqué el celular, intentaba conectarme para saber cuánto estaba comprando. Al ojo veía que eran sus buenos gramos. Pero mi mente me falló. No me concentraba y no era algo sutil.
Quizás cómo me veía este tipo, hecho postre, sumándole el silencio incómodo que había mientras intentaba hacer estas acciones que me dijo: “y te regalo un poco de esta cera. La hice con la misma que me estás comprando: Gorilla Glue”.
Anoté el nombre. Le dije que sí. Le pasé la plata y le pregunté a la gringa que me apañó si iba a comprar. Pero no se pudo. Por un lado, ella estaba aún pensando cuántas onzas había en un gramo y, al mismo tiempo, me hablaba sobre comer una pizza. Y por el otro, me había llevado todo lo que le quedaba.
La voladera era intensa. Ya habían pasado casi dos horas, se escuchaba la música de los clubes y la gringa no se podía mover. El dealer me dijo, en otras palabras, ‘cabros, se tienen que ir’. Aún en el peak de mi volada, muy eufórico y con ganas de comer la vida, hago lo posible para hacerla corta. Levanto a la gringa que me dice que vayamos por unas pizzas, de nuevo.
Eran recién pasadas las 9 de la noche del mismo día que llegué y ahí estaba, en la calle de los strip clubs con una gringa abrazándome -de volada- y yo sin saber a dónde ir y casi tan volado como ella.
Le pido su celular para pedir un uber y me recuerda: “Lets go for munchiees”. Escribo “Pizza” y por suerte me marcó ‘extreme pizza’, un local que quedaba en Japantown.
Nos comimos dos pizzas en el local. No fue una escena linda de ver. Parecíamos dos hambrientos compitiendo por quién termina primero su pizza. Cuando lo hicimos nos quedamos callados viéndonos por 10 minutos. Yo no podía hablar, porque pensaba que se me iban a salir los pepperonis.
Decidimos caminar al lugar donde me estaba quedando, a unas cuadras del local que comimos. Nos quedamos afuera, hablando sobre lo fuerte de la voladera.
“Vine aquí a buscar la marihuana más potente y creo que la encontré”, recuerdo decirle.
“¿Sabes qué compramos?”, me preguntó.
“Gorilla Glue”, le respondí.
Sacó su celular y empezó a revisar el nombre. “Según esto, esta cepa tiene entre 28% y 30% THC. En mi vida había visto algo así”, me decía mientras los dos veíamos esta página de expertos cultivadores.
“30% thc y nosotros hicimos cera. Era que no comiámos esas pizzas”, le respondí.
Nos reímos un poco y conversamos como locos hasta que a eso de las una de la mañana, empezó a bajar la volada.
La intensidad de estas cera llevó a las autoridades a pedir mayor regulación sobre los productos que se produzcan de la marihuana. Hoy son varios los Estados que tienen un máximo de THC en la composición de la marihuana. California todavía no.
Ya más tranquilos, me pidió que la llevara a su departamento. Quedaba al otro lado de la ciudad: “te puedes quedar”, me dijo algo coqueta. Yo, a esas alturas, sólo quería dormir entre el intenso viaje físico y mental.
Llegamos 20 para las 2 y nos quedamos dormidos en el sillón casi al instante. Al otro día desperté temprano, le dejé una motita en su cocina y me fui. La mejor bendición fue conocer a esta chica que me abrió el camino para cumplir mi objetivo: consumir la marihuana más potente.
Además de ir a los lugares turísticos clásicos, volví a ir a un dispensario de marihuana para conocerlos por dentro. Me dejaron entrar y me hicieron un tour. Les conté de mi experiencia con la cera de Gorilla Glue.
“Esa es la marihuana más potente que podrías haber conseguido o al menos en el top tres (de la época). Al menos aquí no vendemos ninguna que llegue a ese nivel”, me dice el gringo.
Fueron 15 días espectaculares en la bahía de San Francisco. Dos semanas que me demostraron que, a veces, la regulación o legalidad no es el camino para encontrar lo mejor de cada uno.
Nota del Editor: Todos los nombres de las personas involucradas fueron cambiadas, para proteger su identidad y bienestar ante la fuerza policial del país.