Un cerro y harto THC en Barcelona

Fumar marihuana ya no es un tabú. Por eso recorremos el mundo para contar cómo se enfrentan las distintas culturas a una misma planta. Nos volamos junto a Matías hoy en Barcelona.

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Nota: Esto no es una guía de cómo conseguir marihuana en Barcelona, sin embargo, si sabes hilar algunas ideas y leer entre las líneas sabrás cómo hacerlo.

Era una noche helada en el hermoso invierno del meditérraneo. A eso de las 8 de la noche estábamos en las alturas del Montjuïc, uno de los cerros emblemáticos de Barcelona, desde donde se tiene una perspectiva de la ciudad en toda su magnitud. La Sagrada Familia, la torre Glòries (ex Agbar) y más lejos se ven las luces del Tibidabo. Sin embargo, mi única fijación en el momento son las luces. El resplandor de la bahía que terminaba abruptamente en un negro horizonte del mediterráneo.

El problema era que nada de eso importaba, cuando tu cerebro prefería pensar en el último video que viste en instagram. Claro, 30 minutos antes, estaba sentado en un Club Social donde los catalanes se reúnen a jugar billar, pin-pon, avanzar trabajo acompañado de un café o té y, por sobre todo, a fumar marihuana.

Según datos de la Federación de Asociaciones Cannábicas Autoreguladas de Cataluña (Fedcac), si para 2014 habían casi 400 clubes en toda Cataluña, para 2018 esa cifra se elevó a 803, de un total de 2.000 en toda España. Sólo en Barcelona hay 344 locales. Y uno lo huele en las calles. Cuando caminas por Les Rambles y Passeig de Gràcia, siempre llegá ese buqué que te hace elevar la vista y poder hacer contacto visual con el fumador, para ver si hay mano o no. Y sí, siempre está ese ‘agente verde’.

Fue algo así lo que me había pasado un par de horas atrás. Me habían contado que la calidad había mejorado bastante con la política de los clubes; el nivel de THC por las nubes, a un precio no tan alto. Y si bien, no es difícil encontrarlos, existen sus dificultades.

“Aquí nos roban los órganos…”

Habían pasado 14 horas de vuelo en avión. Los pasajes low-cost nos apaleaban el cuerpo, sin embargo, la posibilidad de viajar a Europa más barato que ir Aysén me hacía resistir el cuerpo molido. Llevábamos menos de 18 horas en Barcelona y ya veíamos que era weed-friendly. Al igual que Chile, los grow shop y tiendas de parafernalia abundan.

Alrededor, mucha gente que ve con resquemor. Piensan que realmente venden marihuana. Otros pasan de largo con cara de asco. Pero siempre, entre medio de este caos de turistas, hay un par que mira desde la distancia. Uno de ellos se me acerca:

– “Hi, how are you“, me dice con un inglés rústico y pausado. Igual al mío pensé, así que le respondí casi pensando que me iba a preguntar por direcciones:

– “Hi…Sorry, i’m not from here“, le respondí, mientras revisaba un dulce de CBD.

– “Do you want to smoke weed?“, me dice. Recién entendí en la situación en la que estaba.

– “Are you inviting me or selling me“, le dije, cuando alcancé a ver que en su celular estaba en español. Y entonces le pregunté, “hablas español?“.

– “Sí. Español. Yo ya estoy bien arriba (ríe). Yo te llevo a un club si quieres por una propina“, cuando sacó su mano del bolsillo para saludarme.

Zaci llegó de Marruecos, del norte de África. Estaba por cumplir un año en suelos catalanes, según él de manera legal. Apenas lograba caminar por sus pantalones anchos y una parka gigantesca, del doble de su talla, acolchada. Me pregunta de dónde vengo. Al saber sobre Chile, me habla de fútbol. Sí, es el tema que nos une a todos. Un par de frases de buena onda para cada país, me corta:

– “Mira amigo, yo trabajo en un club canábico. Me pagan por persona que llevo. Si quieres te ayudo, y ahí adentro podrás consumir y todo”.

Sabía que tenía que contestar rápido. Lo podía espantar. El país estaba en alerta 4, fechas importantes como navidad y año nuevo podían ser flanco de ataques extremistas. Es un policía y cago (a diferencia de Chile, aquí sí se mimetizan y no andan con cortes institucionales). Es un traficante de órganos también. Tomo el riesgo y le digo vamos.

Empezamos el recorrido pasando por varias calles angostas. De esos recovecos de una ciudad que cuida sitiales que sobre pasan los mil años. Mientras caminamos, él siempre intentando mantener distancia, le voy preguntando un par de cosas.

– “Son 20 euros la inscripción. Dura por un año. Eso te da permiso para entrar y comprar”, me lo dice en el mejor español que le escuché de él.

– “¿A cuánto está el gramo?”, le repliqué.

– “Siempre depende, hermano. Entre 15 a 20 euros”, a lo que agrega riéndose “con 60 euros ya tienes para la semana”.

Unos 5 minutos pasamos caminando y la sensación de incertidumbre sube en mi. “Aquí hay un cajero, por si necsitan plata”, dice.

– “Voy a esperar a ver la oferta y ahí veo si saco la plata, ¿vale?”, a lo que me asiente inmediatamente.

Dos cuadras más allá dobla en una esquina. Lo perdemos de vista. Caminamos lentamente hasta esa esquina y estaba ahí esperándonos. “Por aquí”, me señala. Giro la cabeza, es una calle sombría, húmeda y con mucha ropa colgada desde las ventanas. Un vehículo tendría que esconder los retrovisores para entrar.

Camino seguro, hacia la mitad de la cuadra donde Zaci nos esperaba debajo de un un arco romano. Veo hacia el fondo y se lograba divisar a la distancia la bahía de Barcelona. A un lado del arco, unas escaleras de 4 peldaños dan a una puerta negra y una cámara de video en una bisagra. “Aquí nos roban los órganos”, me recuerdo pensar.

De repente se escucha un sonido fuerte. Se abre la puerta lentamente. Nos hace pasar. No podemos avanzar mucho. Nos enfrentamos a otra puerta. Zaci nos mira y cierra la puerta por la que pasamos mientras nos dice: “bienvenidos amigos”. Cuando suena la segunda puerta y queda entreabierta.

“Dale tío…empuja”…y entra mucha luz.

Música trap, billar y humo. Mucho humo.

Se escucha música; de esa millenial que ando pegado, golpes de billar; al fondo se veo un grupo de fumetas jugando, y, obvio, un aroma envolvente de marihuana. En la entrada nos cobran 20 euros para la inscripción, algo así como 17 mil pesos chilenos, que te permite entrar al club en el horario que quieras, usar sus instalaciones para trabajar y comprar y fumar marihuana.

Avanzamos un por el club. En la mitad, un mesón transparentes donde se ven frascos repletos de marihuana. Música trap de fondo. Sale una mujer del fondo, de no más de 25 años, y sin saludarnos dice: “las bolsas están divididas por gramo, pero puedes sacar la que te plazca. Aquí tienes Amnesia Haze y esta otra Northern Lights”. Son cepas reconocidas mundialmente. Cada gramo cuesta 15 euros, algo así como 12 mil pesos. Van cambiando la variedad todas las semanas y, de vez en cuando, traen “growers” especialistas con sus productos. Tienen límites de producción, por lo que mantener un club social no es fácil.

Estos establecimientos funcionan amparados en dos garantías constitucionales españolas: El derecho a la intimidad y el derecho de asociación. El primero permite a los ciudadanos españoles hacer básicamente lo que quieran en privado, incluso consumir drogas. Esta protección también permite cultivar marihuana para consumo personal, aunque no especifica qué cantidad en términos de frutos o vegetales. El segundo permite que los particulares se agrupen para cultivar y/o consumir su cantidad personal de cannabis en un espacio privado.

Elegí un par de cada uno, en total casi 45 euros por 4 gramos. El problema de la regulación, dirán algunos. Pero es una ganga si cuentas los millones que se quitan de las manos del narco, aunque sigue siendo un mercado ilegal en España. Si fuera legal, según un estudio de la Universidad Autónoma de Barcelona, el Estado recogería más de $3 mil millones de euros en impuestos cada año y regularizaría más de 100 mil empleos.

Me siento en una mesa ovalada. Al otro extremo un tipo con lentes oscuros, de esos que Jay-Z utilizaría para que no lo vean chino y, en especial, en un lugar oscuro. Veía la televisión un video de Migos. La chica que nos atendió se sienta al frente y nos ofrece hacernos un caño, mientras intento resolver mis dudas con ella de cómo puedo hacer lo que están haciendo y yo consumiendo.

“Es nuestra privacidad. Nuestra intimidad. Ahí que nadie se mete, sea el gobierno o el puto rey”, nos asegura. Aunque no ha sido fácil. De hecho, esta especie de limbo no ha permitido que la justicia vaya en contra de ellos. Uno de los secretarios de estos clubes, Albert Tió, tendrá que pasar cinco años privado de libertad por blanqueo de dineros y delito contra la salud pública. “Me tratan como si fuese un narcotraficante, pero yo soy un activista”, sostuve Tió a Diario.es el año pasado.

“Con cuidado chicos, que está fuerte”, dice mientras deja un troncho de conito. Pedí fuego a un vecino de mesa y puf. Pegado en la tele, veo cómo pasan los videos de música. Un especial de Migos, aparentemente. 10 minutos…sigo. 20 minutos, no paro. 30 minutos, tenemos que irnos. Nos espera un show de luces en el Montjuïc. De las luces recuerdo poco, pero tengo en mi retina ese negro horizonte del mediterráneo. Sin duda la repercusión de la amnesia de Barcelona.

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